Es raro que los ahogados se desplacen formando bancos, a la manera de los peces. De ello se puede inferir que sus ciencias sociales son aún embrionarias, a menos que se juzgue más simple suponer que su combatividad y valor guerrero es inferior al de los peces. Es por ello que éstos se comen a aquellos
Costumbres de los ahogados de Alferd Jarry.
Empiezo con esto porque hubo una vez en la que casi me ahogo, así sin más en las profundidades del mar. No me asusté, simplemente me relajé y me dejé morir. Los peces me comieron los cabellos, me risaron las cejas, me plancharon las pestañas.
Todo esto también me lleva al sueño raro de la noche anterior a esta. Soñé con un ataque en la escuela, con un arma pequeña, dorada, con balas, bonita. Alguien nos quería disparar a todos pero de repente el arma estaba en mis manos, yo era sospechosa y no me explicaba cómo esa pequeña pistola llegó hasta mis manos.
Y me pregunto si lo anterior tiene que ver con la inestabilidad que se me pega a veces. Con los calcomanias de Tribilin que tenía pegadas en mi cuaderno de segundo de primaria. Con el regreso onírico de las monjas con gingivitis.
He de confesar que me gustan los sonidos raros, los ruidos sin sentido, las voces dispersas y los gritos reventados. He de confesar también que mi vecino tiene los pies más retorcidos que los míos. He de confesar que el cincuenta y cinco punto cinco de estos enunciados son falsos. El ahogo sí es verdad. Me dejé morir ese día.
Mis edificios son adaptaciones. Conventos y ex-cárceles de mujeres. Mis edificios están vacíos de muebles pero llenos de luz. La luz de la cartonería los invade. Porque mis edificios son más altos que los tuyos. Transparentes como los tuyos pero más altos.
Y pongo de nuevo una canción de Pada Bear, porque sí: