Recuerdos en noviembre


Tengo un recuerdo: era una niña de unos 7 años y ella era una tía de no sé cuántos años.  Estábamos en el rancho de Arandas, la tierra roja contrastaba con el verde intenso de los árboles. Ven, acompáñame, me dijo y caminamos juntos: ella, yo y un guajolote. Cómete esta planta, lo hice y de repente vi un cuchillo cortarle la cabeza a aquella ave. Impresionada, quizá con la boca abierta observé cómo corría el guajolote sin cabeza salpicando sangre por el campo. Lo más seguro es que no probé la comida.

Tengo un recuerdo: una tía de no sé cuántos años, unos lentes cuadrados y grandes que le quedaban muy bien, una voz con tono de sabiduría, un sentido del humor muy peculiar y una elegancia genuina. Una cara sin una sola arruga, cremas nocturnas, plantas y gatos. También quiero pensar que muchas risas.

Tengo un recuerdo: una despedida, hijos, hermanos, nietos, bisnietos, sobrinos, amigos. Un templo, lágrimas pero también reencuentros, descanso, una tía de 88 años que se fue dejando un legado de regocijo, ladrillos, flores, amor y vida que ella misma construyó.

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Casa en el bosque




14 de noviembre de 2018. Madrugada que comienza. Utopías y distopías. Sueños que recuerdo: subía una escalera y llegaba al mar. Todo era raro. Yo veía un horizonte difuso y una línea verde que dividía el mar y el cielo. Desperté. No había desayuno pero sí un té negro con leche. Corrí. En la oficina escuché una y otra vez el cover que hace Big Star de Femme Fatale. Regreso a casa con frío. Veo el espejo y mi nariz roja. La estufa y la tetera roja: elementos indispensables. Las utopías de mis amigos, una casa en el bosque, una casa comunal en el bosque. Les pido una respuesta rápida: ¿qué utopía es sustentable?


El cruce de Shibuya


-¿Y en dónde queda, exactamente, el tal Japón?
Baldabiou alzó la punta de su bastón
y la apuntó hacia el otro lado de los techos de Saint-August.
 -Siempre derecho hacia allá. Dijo. -Hasta el fin del mundo.
Alessandro Baricco

1.- Invierno

La primera vez que pensé en la remota posibilidad de viajar a Japón –hasta el fin del mundo- fue cuando vi la película de Lost in traslation de Sofia Coppola, fantaseaba con la idea de ser Charlotte y encontrarme a alguien idéntico a Bill Murray para compartir la soledad de dos vidas que aparentemente lo tenían todo pero que estaban un poco atormentados por sus relaciones sentimentales sin rumbo.

            Yo solo fantaseaba, nunca imaginé que podría llegar al país del sol naciente tan pronto, pensé que ya de vieja iría a meditar o a encontrar mi yo interior, pero en una tarde de otoño en un cafetería de Barcelona –lugar en el que me encontraba en un intercambio académico- me llegó la nostalgia navideña y quise pasar las fiestas en familia, mis ahorros para viajar por los países cercanos a España se trasladaron a aquella peculiar isla en la que vive mi hermano mayor junto con mi cuñada y mis bellos sobrinos.

            Compré el boleto con muchos nervios: Barcelona-Moscú-Tokio. Viajé hasta el fin del mundo en una aerolínea rusa, comiendo pelmeni y practicando las pocas palabras que sé de ruso con las aeromozas. Cuando hice la escala en Moscú fue la primera vez que vi nevar y también por primera vez sentí un frío de menos 12 grados centígrados al bajar del avión para tomar el siguiente (creo que en este texto hay y habrá muchas primeras veces).

            Llegué a Japón en invierno (diciembre 2016) y mi familia me esperaba en el aeropuerto de Narita, teníamos tiempo sin vernos y estábamos felices al encontrarnos, abracé inmediatamente a mi pequeña sobrina y luego a mi cuñada que se veía hermosa con unos 7 meses de embarazo, luego a mi hermano con quien siempre ha existido un cariño genuino.

            Nos fuimos en coche a Tokio y yo estaba sorprendida y también tratando de aguantar el cambio de horario y el cansancio del viaje para guardar la primera impresión en la memoria. Llegamos a casa de mi hermano (un poco alejada de la capital) y dormí profundo hasta el siguiente día. Mi primer viaje fue de tres semanas y los primeros días recorrí la zona por donde vivía mi hermano, todo era nuevo ante mis ojos, todo era limpio, ordenado… caminé por un parque que estaba cerca y tomé un té con leche de las máquinas expendedoras de las que increíblemente salían bebidas calientes.

            Después de pasear un rato me senté en una banca a contemplar lo maravilloso y a la vez nostálgico que es estar en un lugar tan lejano en el que puedes sentirte un total extraño. Un señor pasó a mi lado, vi que calzaba unas sandalias con calcetines y los dos empezamos a hablar en un torpe inglés: ¿de dónde eres? Mekisko y luego una cara de sorpresa y un largo “ooooo”. Nos despedimos con amabilidad pero sin entender mucho al final.

            Con las ocupaciones cotidianas de mi familia me dispuse yo sola a viajar por Tokio y es uno de mis mayores logros porque las personas que me conocen saben que la ubicación no es precisamente una de mis cualidades. Mi hermano me explicó cómo tomar el tren y el funcionamiento del metro y otras líneas de trenes que existen en las estaciones. Yo tuve que poner atención y anotar cosas en una libreta que me acompañó durante todo el viaje.

            Me dispuse a salir a esa aventura en la que no entendía nada. Lo único que sabía y tenía en cuenta era esa advertencia que me hizo mi hermano: en el tren no escuches música sin audífonos, no hables por teléfono, no comas, no hagas ruido, no te quedes dormida. Los letreros de las calles eran totalmente extraños así como el andar de la gente. Fue admirable ver a muchas personas moverse en bicicleta: mamás llevando a sus hijos a la escuela, adolescentes trasladándose al colegio, adultos yendo a trabajo, todo era armónico en ese pequeño pueblo cerca de Tokio.
           
            Tomé el tren contrario al que me dijo mi hermano y con la paciencia que me acostumbro a tener,  resignadamente me bajé en una estación un poco lejana para después tomar el tren correcto y llegar a la capital de la isla. Las estaciones de trenes son gigantes y tienen de todo, son como un centro comercial en el que venden ropa, comida, maquillaje, videojuegos, todo.
           
            La primera estación a la que llegué fue Shinjuku, eran aproximadamente las 12 de la tarde, el clima aún no era tan frío y al salir vi a muchas personas con cubrebocas que usan para prevenir la alergia al polen y para no contagiar a los demás si tienen un resfriado u otra enfermedad. Fue lo que más llamó mi atención, me sentía rara al no llevar cubrebocas como todos, saqué mi cámara e hice muchas fotos al respecto. Después llegué al Edificio del Gobierno Metropolitano de Tokio con una torre de 48 plantas en la que puedes ver la ciudad. Es increíble ver Tokio desde esa perspectiva, no podía creerlo, quería contarle a alguien lo que estaba sintiendo, lo maravillada que estaba, pero no había nadie y me sentí feliz al poder admirar toda la belleza urbana de una ciudad llena de contrastes entre lo tradicional y lo moderno.

            Sin duda alguna lo que más atrajo mi atención en aquel primer viaje fueron los templos tanto los sintoístas como los budistas. No podía dejar de admirarlos. Caminé por un espacio lleno de árboles, una mancha de naturaleza en medio de la urbe y asombrosamente llegué al santuario Menji. Era invierno, hacía frío pero el sol siempre salía y calentaba con sus rayos fuertes y además iluminaba la belleza de una construcción arquitectónica hecha para fomentar la espiritualidad en los humanos porque siempre estamos planteándonos preguntas que no tienen respuestas.

            Me lavé las manos y la boca como vi que hacían los demás turistas que visitaban el santuario sintoísta. Me asombré, alcé y bajé la vista, vi el altar, vi a la gente leyendo anuncios, un poco de historia, y leer su fortuna por 100 yenes. Debo confesar que llegué a la pequeña tienda de amuletos y enloquecí un poco. Quería comprarlos todos, quería comprar el que ayuda a aprobar los exámenes, el que mejora la salud, el que evita accidentes, el que ayuda a viajar y en el amor. Eran tan coloridos y con diseños llamativos que compré uno que aseguraba la protección de varios dioses, una pequeña tortuga de la buena suerte, otro para la salud y al final compré un amuleto en forma del planeta Tierra para viajar y otro más para el amor. Regalé los primeros tres a amigos cercanos y me quedé con los últimos dos para ver si los necesitaba o también los regalaba. Aún no abro ninguno de los dos pero creo que sí me los quedaré.

            Después del santuario fui al Museo Metropolitano de Fotografía de Tokio, era como estar en un sueño pues hacía una tesis sobre fotografía, leía mucha teoría al respecto y además llevaba mi cámara con la intención de aprender algo sobre dicha disciplina. Fue fascinante, no hay lugar en el que yo me sienta mejor que paseando por algún museo, bueno, depende de qué museo pero en ese momento no había otro lugar en el que quisiera estar.

            Gracias a esa visita conocí al que se convirtió en mi fotógrafo favorito de Japón, Shōji Ueda, sus imágenes son tan pulcras con una composición que parece haber sido sacada de un sueño a blanco y negro. Uno de sus preceptos era “no hace falta desplazarse para viajar”, en su entorno, en su cotidianidad, construía imágenes de extraordinaria elegancia. Compré un pequeño libro de postales de ese artista, algunas las regalé y otras las guardo como un tesoro personal.

            En un cuento del escritor Juan Villoro leí lo siguiente: “Japón es un país sin mal rollo, dijo Naomi: cuando la gente se harta no te hace daño: prefiere suicidarse”.  Ese enunciado es una buena manera de explicar cómo se comporta la gente en las calles, nadie te molesta, nadie te habla si no es necesario, cada quien hace su vida y en los trenes quizá existe la introspección, el descanso después de un duro día de trabajo, el entretenimiento en las pantallas de los teléfonos celulares en los que la mayoría van absortos. En el tren iba yo viajando sola, con una introspección como pocas veces la he tenido, con una atención para no perderme como pocas veces la he tenido y con una relajación también como pocas veces pues no temía a ningún asalto o peligro en la ciudad.

            Llegó la noche, me dirigía a Shibuya y vi mucha gente saliendo de sus trabajos, vestidas con elegantes abrigos, caminando rápido a su destino, también había muchos adolescentes de compras, sonrientes, y unos cuantos turistas que maravillados nos deteníamos a apreciar los edificios llenos de anuncios y pantallas con luces. Caminé por Tokio sin saber exactamente qué encontraría, quizá no es lo mejor que un viajero puede hacer pero tuvo sus recompensas como decir un auténtico y genuino “guau” con las pupilas muy dilatadas por la emoción, detenida ahí en medio de la calle mientras miles de personas pasaban al lado mío y yo veía las luces de neón y las pantallas en los grandes edificios.  Parecía que la sorpresa y el asombro en aquella ciudad no tendrían fin.

            Caminé sin parar –ni para comer porque simplemente me compré onigiris y un té por ahí- desde la mañana que salí de casa hasta el anochecer que seguía mostrándome lo inagotable que puede ser un lugar nuevo. Regresé a Shinjuku para tomar un tren a Hashimoto que me llevaría a Sagamihara para platicar mis impresiones y después descansar en un futón hasta el día siguiente.
            En Shinjiku me equivoqué de estación de tren y creo que llegué a otra, aún no estoy segura de lo que pasó. Era tarde, casi las 11 de la noche, estaba cansada, mi cerebro apagado. Faltaba poco para que saliera el último tren. Llamé a mi hermano y los dos pensamos que mi tarjeta para entrar al tren se había quedado sin crédito y mi siguiente misión era buscar un “Seven eleven” para sacar yenes en un cajero. Esa misión era un poco imposible, las tiendas estaban lejos de la estación, mi sentido de ubicación se perdió y se desencadenó el estrés por perder el último tren.

            Vi a dos chicos platicando, una mujer y un hombre jóvenes que parecía que apenas salían de la universidad y conversaban relajados en medio del tumulto antes de llegar a casa. Me acerqué y les pregunté si sabían hablar inglés, el chico me dijo que sí y traté de exponer mi problema –la búsqueda del cajero- me explicó cómo llegar y me dijo que estaba lejos de la estación. Le agradecí y pensé en salir corriendo a buscar el lugar para luego regresar y no perder el tren pero no fue así porque quedaba poco tiempo. Me alejé pensando resolver el problema y después salieron las lágrimas al estar sola en un lugar lejano sin saber qué hacer. Los chicos me estuvieron viendo y se acercaron a mí, querían ayudarme, a mí percepción los japoneses son muy amables y esa vez con todo y la timidez que les caracteriza decidieron hablar conmigo y ayudarme a resolver.

            Ahí estaba yo en medio de una estación de tren llena de gente corriendo para no perder su transporte y con dos chicos tratando de comunicarnos sin entendernos mucho. De pronto mi hermano me llamó de nuevo y al escuchar que hablaba español el joven japonés sorprendido me dijo: “hablas español, ¿de dónde eres?, yo estudié en Barcelona”. Asombrados por esa extraña coincidencia nos reímos, le dije que yo viajaba de Barcelona y mi vuelo de regreso era a ese lugar pero que yo era mexicana. Platicamos y resolvió el problema, mi tarjeta sí tenía dinero solo que entré por el lugar equivocado, por otra línea de tren, yo qué sé, hay muchas.

            Akira –así se llamaba el chico, un nombre muy popular en Japón y fácil de recordar-me acompañó hasta la estación de Hashimoto, estuvimos platicando un rato, era muy simpático. Llegué a mi destino y pensé que el amuleto de la suerte tuvo efecto pues pude encontrar más fácil a un japonés que hablara español, mucho mejor que inglés, a un cajero que de todos modos no sería la solución.

            El invierno japonés está lleno de matices: los árboles no tienen hojas, oscurece a las cuatro de la tarde, los asientos de los trenes tienen calefacción, y hay muchas luces que anuncian la navidad, que ahí solo festejan comiendo pastel. Existen distintas panaderías ofreciendo su pastel navideño con diferentes diseños. Todo es pequeño, limpio, ordenado y perfecto. En invierno va la gente corriendo a los trenes sin detenerse pero sin molestar a nadie, son abrigos en tonos grises y negros con portafolios saliendo de oficinas, algunos un poco ebrios después de tomar cervezas con sus jefes, otros van cansados, duermen en ese tren en el que no hablo y solo observo como la foránea que soy.

            Fuimos a Yokohama, una pequeña ciudad que tiene un extraordinario barrio chino en el que probamos mi familia y yo comida Tailandesa –globalización-, era picante y buena. Después dimos una caminata entramos a un templo, me fijé en los altares y en lo diferentes que eran a los que yo conocí toda mi infancia sin comprender mucho o casi nada. En las calles del barrio chino había diversos sitios donde ofrecían leer la mano, adivinar tu destino con las líneas que están en las palmas, toda una magia china para descifrar el fututo de quienes estaban sentados frente la adivina o adivino, videntes de profecías personalizadas. Tomé algunas fotos de los anuncios, de dibujos de manos llenos de líneas. Adivinanzas de fortunas desesperadas.

            Era ya el último día del año y yo estaba en Japón comiendo “osechi ryōri” un platillo especial para una de las fiestas más importantes del país, la comida reposaba en una cajita en la que todo era muy colorido con pescado, pasta, verduras y lo más sorprendente: frijoles espolvoreados con oro. Fuimos a un templo y pedimos por nuestros deseos para el siguiente año, yo tenía muchos y los dirigí a los budistas y sintoístas. Cada templo en cualquier país sirve para que en la mente existan los anhelos, para aclarar en tu cabeza qué es lo que realmente deseas y que no le dirías a nadie, solamente a un dios que vive en un sublime templo de Japón.

            Regresé a Barcelona justo a ver el desfile de los “reyes magos” dos días después viajé a México donde durante varias noches antes de dormir venían a mis pensamientos aquellas estaciones llenas de gente, las pantallas, los abrigos elegantes de las chicas, el frío, los cubrebocas y esos instantes en los que aprendí que los pensamientos se parecen al agua de un arroyo como lo dice el poema de Dyunzaburo Nishimaki: “Ay, en el arroyo de la vida que se va/ arrojar mis pensamientos, y por fin/ caer desde siempre/ hasta desvanecerme; esto anhela mi alma”.

Me fui de Japón sin una fecha de regreso y casi dos años después estuve de nuevo en la isla sintiendo su calor abrumante en el que nuevamente caminé por el cruce de Shibuya, parpadeando deslumbrada hasta el fin del mundo.














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