Las diversas utilidades de una fotografía

Existen muchos animales que mudan, lo hacen los artrópodos y ecdisozoos, los reptiles, las aves y los mamíferos. Mudan de cutículas, de córneas, de pieles, de plumajes y de pelo. Yo he tenido siete u ocho mudanzas en una misma ciudad. También se me cae el cabello, no sé en qué estado se encuentran mis córneas, mis uñas siguen creciendo y hasta ahora no tengo plumas. Aunque todos somos animales.

Pero yo soy un animal que no tiene tan desarrollado su instinto de adaptación (si es que es un instinto) no obstante soy un animal que no quiere vivir en una cueva oscura. A diferencia de otras mudanzas a ésta la he sentido más porque también ya soy un animal más dramático al que le faltan algunos meses para llegar a la tercera década, por lo tanto, me transformé en un animal que desea bastante un espacio propio, quién sabe cuánto dure, no sé cuándo me espera la siguiente mudanza, pero ahora estoy en un lugar nuevo.

Llegar a casa significa muchas cosas, me gusta sentir que es un nicho (un hueco, un lugar en el podemos estar). Empacar es toda una travesía, vamos navegando en los recuerdos, en las decisiones: esto me llevo, esto no. Aquel papel que escribiste en el que me dejaste un recado y que yo atesoré, aquellas cartitas (enfatizo en lo pequeñas) escritas en un mal español que después, conforme avanzaron los años fue mejorando, la última no tenía ningún error. Una foto que no me atreví a tirar, porque las sonrisas ahí eran sinceras, captaban el momento de una reconciliación y de un nuevo comienzo.

La tercera noche en casa, cuando por fin había conciliado el sueño en un nuevo lugar, en invierno y con un pijama que comprende dos suéteres, dos pares de calcetines y guantes, escuché un golpe y de repente una explosión de vidrios. Me desperté, me asusté, prendí la luz y vi una lámpara destruida, un poco confundida y alarmada (pues últimamente he leído muchas historias de conspiración, espías y hasta de fantasmas) pensé en llamar a amigos cercanos, quizá porque necesitaba encontrar una voz que me dijera: “seguro colocaron mal la lámpara, qué bueno que no te pasó nada, trata de dormir de nuevo, mañana limpias”. Mandé mensajes estratégicos e hice una llamada, después me tranquilicé y dormí.

La mañana se convirtió en un suelo lleno de vidrios que tuve cuidado de no pisar, que tuve cuidado de levantar sin contarme los dedos. A mi lado estaba una escoba color naranja, barrí bien: debajo de la mesa, de los muebles, pasé la escoba infinidad de veces hasta que desaparecieran todos los minúsculos pedazos de vidrio. Me percaté de que no tenía recogedor (lo dejé en la antigua casa), giré la vista en busca de algo que me ayudara a sacar los vidrios rotos del hogar y de repente así sin más, apareció nuestra foto de sonrisas sinceras impresa en un papel muy resistente. La tomé y empecé a usarla para que no quedara huella de la noche de insomnio, usé nuestra fotografía como recogedor. Qué bella analogía, ese recuerdo ahora tuvo una utilidad, el recuerdo se volvió mucho más práctico que mis pensamientos.

Qué bella imagen: el suelo lleno de vidrios, nuestra foto deshaciéndose de los pedazos, nuestras sonrisas fragmentadas. Salí de casa todo el día y al regresar al espacio nuevo, pensaba en ti y hablamos como si nada hubiera pasado, como amigos que se escuchan, que ríen, recuerdan e incluso aconsejan y que además ya pueden hablar de encuentros con nuevas personas. Que se cuentan sobre sus recientes mudanzas. Era el cuarto día, vi el lugar aún sin trastes ni libreros, dormí pocas horas pues la charla – de tan amena- se extendió. Desperté tarde, corrí y llegué al trabajo.


Existen muchos animales que mudan, lo hacen los artrópodos y ecdisozoos, los reptiles, las aves y los mamíferos. Nosotros somos mamíferos que también mudan de sitios, de pensamientos, de personas: una y otra vez, hasta que encuentran un lugar donde quedarse por más tiempo. Aunque es verdad, la mudanza es inevitable y quizá, también renovadora.