¿Por qué hacéis eso?









Imágenes deformes Jpg, mi cámara deforme.

I love your fucking fucking style fucking bastard.

Ojos secos de temporada de escasez, no hay lecturas de nada.
Lo único que gusta en los días secos es Raymond Carver y Boris Vian, los únicos leídos en días secos.
Una casa abandonada llena de cosas abandonadas, recuerdos abandonados guardados en una lata oxidada abandonada.Libros abandonados apilados en una esquina, subrayados en la esquina.
Cosas por hacer que no haré hasta verme hundida,
lo único que me viene a la mente "Mil trescientas sesenta y dos llaves, y catorce perros, se extraviaron
de tal manera durante la primera mañana"
"Orvert Latuile
reflexionó, se rascó el ombligo y notó, oliéndose la uña a continuación, que
necesitaba un baño."
Lo dice Boris Vian en El amor es ciego.
Lo decimos todos cuando nos preguntamos sobre el amor o cuando leemos a Cioran. Pero mejor no abro su libro en días secos de ojos secos.
Mejor pienso en la figura equivocada que tengo en la cabeza, mejor pienso en mis torceduras mentales y en mi tiradero de tiempo.
De nada vale decir que lo único que espero es que alguien llegue a cortar cabezas de todos los tipos bisílabos.

Cinco intentos, te comeré a pedazos.

Primer intento.
No había conseguido librarme de mis lentes, el oculista dijo que tendría que usarlos de por vida. Me tenían harto, me molestaba tener que soportar un plástico recargado en la nariz. Quitármelos significaba no tener una vista digna, ver imágenes borrosas, no distinguir a nadie, significaba vivir en el túnel Santa Fe.
Caminé cabizbajo, viendo mis pies, distinguiendo el color azul que llevaban mis tenis, luego viendo el cielo –no es que fuera un romántico que compara el azul de sus tenis con el azul del cielo sino más bien soy de la gente paranoica que piensa que tarde o temprano quedará ciega y más vale pegarse como estampa de cuaderno de primaria los colores a la mente-. Regresé a casa.
Perder la vista es uno de mis más grandes miedos, eso y quedarme sin dientes, sin embargo aquí hablamos de la degradación, de la destrucción del cuerpo, del paso del tiempo. Hablamos también del pasado. De esas cosas que ahora no me hacen ver bien, ahora que soy un viejo gordo, calvo y solitario.
Años atrás pensaba que sería un magnífico músico, en las tardes, después de salir de mis clases de secundaria, llegaba a casa y corría en busca de la guitarra, de la armónica, tenía un bajo y también un pandero. El bajo fue un regalo de mi padre, mientras los dos limpiábamos el desván de la casa, él dijo que tiraría esa caja, me asomé, dentro estaba el bajo, empolvado, sin cuerdas y mordido por un perro. Yo lo quiero, le dije. Ahí lo tienes, sólo busca un lugar en donde no estorbe mucho. Lo puse debajo de la cama.
Ahí lo dejé por mucho tiempo, lo que en realidad me interesaba era tocar la guitarra y ser un punk para no lavar autos, siempre pensando en soplarle a la armónica por si algún día llegaba a pisar la cárcel.
Todo un temerario, aprendí a tocar las canciones más rasposas, las que más llegan al oído, con las que dan ganas de masticar madera y sentirse salvaje. La música era lo que en mayor parte ocupaba mis pensamientos, sentía que usándola de manera adecuada podría: viajar con la banda, adquirir montones de chalecos de mezclilla, conseguir mujeres, alargarme los dedos, afilarme los dientes.
Comencé a tomar clases con un amigo músico de la familia, primero sólo dos horas a la semana, después cinco, hasta estar prácticamente todas las tardes pegado al instrumento. Me dejé crecer las uñas al igual que el cabello como todo fiel aspirante a rockstar. Tenía unas patillas tremendas que opacaban el pelo de cualquier persona. Era pues, un adolescente con ambiciones, con sueños, con granos, con pie de atleta y chamarra de cuero. El tiempo avanzó y yo tenía los mismos deseos.
Un día frente al espejo observé que me faltaba algo, ya no tenía unos cuantos puños de pelo, había caminos en mi cabeza, carreteras que llevaban a remolinos de cabello enredado. Mis entradas ampliaban mi frente y por más que me peinaba las cejas para arriba no lograba disimular su gran tamaño.
Me di cuenta que ya no tenía catorce ni diecisiete años, ya tenía veintidós y estaba heredando la calvicie de mi padre. Eso y que todavía no llegaba a consolidarme en esa banda de rock que tenía con otros tres amigos. La vida pues me pedía que me apresurase, me repetía a mí mismo que los años me estaban comiendo. Que no tendría el tiempo suficiente para dar una gira estatal, nacional y luego mundial, para consumir todas las drogas habidas y por haber y conservarme joven, no tendría tiempo para coleccionar las fotos de todas las grupies con las que me encerraría tras bambalinas. Porque si quería ser leyenda, ser un verdadero rockstar tendría que morir a los veintisiete años. El tiempo estaba contado.
Contados también estaban los días de mi padre. Una noche de abril llegué tarde a casa después del ensayo con la banda. Mi guitarra me pesaba más de lo acostumbrado, mi espalda estaba débil, sentía que cargaba un contrabajo o un estuche lleno de piedras. Como no llevaba llaves, tuve que saltar el barandal y luego trepar por la ventana para lograr entrar a casa. Mi madre en la sala, llorando en la oscuridad. Algo estaba mal, no sabía lo que pasaba pero un enorme miedo me había invadido. Mi padre no estaba en casa. Se había ido del mundo. Cuando mamá me lo dijo dejé caer la guitarra, ésta se partió en dos.
Nunca mandé arreglar mi instrumento, la idea de ser un rockstar se borró de mi mente, la ausencia de mi padre, también se convirtió en la ausencia de mi música. Para ese tiempo me gustaba mi prematura calvicie, eso que me hacía recordarlo, la herencia que mi progenitor me dejó y que llevaría conmigo todas las mañanas al verme al espejo.
Buscaba otro sitio, quería girar como los tornillos, hundiéndome. Pensaba en forjar una vida que me llevara a una digna muerte, como la queremos todos. Entonces empecé por formarme un hábito, el hábito de viajar pero a la vez el hábito de hacer esculturas a base de pan duro. Quedábamos mi madre y yo en casa. Pero ella seguía comprando la misma cantidad de pan, mi padre estaba presente en el sobrante de piezas de pan que ella traía cada mañana. De niño aprendí un oficio, el de ser escultor de plastilina. Hacía diferentes tipos de monitos y animales. Había olvidado lo mucho que me gustaba comerme las figuras una vez acabadas, recuerdo las repetidas ocasiones en las que terminé con el doctor a causa de leves intoxicaciones. La muerte de mi padre me había dado la oportunidad de hacer lo que siempre había querido sin la necesidad de parar de nuevo en diferentes clínicas de salud.

Segundo intento.
Lo primero que hice con el pan fue una maqueta, lo ablandé con agua y resistol líquido. Hice a un niño con una guitarra en un columpio. Un árbol grande, un perro y un lagarto platicando, quería que el pan se convirtiera en un conjunto de elementos que tomaran como base principal mi niñez. Después elaboré el rostro de un muchacho sudoroso, que tiene granos y un bigote a punto de retoñar, un tipo que usa camisas metaleras y que prefiere dormir todas las noches abrazando su guitarra que a una mujer. Fabriqué un señor comiendo pan y una vieja quitándose la peluca. Fotografiaba las tardes y las reproducía en pan. Pintaba las esculturas con colorantes naturales y a veces con acuarelas. Poco a poco las empecé a mostrar. Tuvieron éxito y comencé a vender por encargo. Después pasé de lo figurativo a lo abstracto, Ya no quería reproducir a mi árbol favorito ni el cuerpo de las personas más bizarras. Abogaba por la ausencia de la forma, prefería reconstruir un vértigo a realizar un pájaro. Y así fue como gané un premio de arte cuando hice la escultura de cada uno de los vómitos que se llevaron a cabo el primer día de la feria internacional del libro cuando un camión cargado de abono (estiércol de diferentes tipos de animales) chocó contra el edifico, no hubo heridos pero sí varias expulsiones de comida a través de la boca. Esa noticia tuvo un gran impacto en todo el país y yo me encargué de inmortalizarla. Gané el premio nacional de la mejor pieza de arte moderno del año. ¿Qué era eso de arte moderno? No tenía una remota idea. Pero gracias a eso ya tenía 300 mil dólares en mi bolsillo.
Afortunada o desafortunadamente, con ese dinero dejé mi labor de escultor por un rato. No quería trabajar por unos cuantos meses, así que me fui a Cuba. Esa isla en la que muchos sitos parecen tierra de nadie. Mi plan era conocer el país, divertirme, pasar buenos ratos tomando mojitos. Observar pues cómo se vivía el socialismo. Quería estar ahí antes de que muriera Fidel Castro, que seguro terminaría congelado como Walt Disney. Quería ver cómo es el proceso de congelar un cuerpo humano para conservarlo. Tal acto me parece escalofriante y más aún cuando se trata de un dictador como muchos de los que hubo y hay en Latinoamérica. Yo quería ser uno de los primeros en comprar un ticket y en primera fila para el espectáculo “Congelando a Fidel”.
Tal acto no sucedió, en vez del cuerpo congelado, me encontré con uno más vivo y audaz, el de una mujer. Ana. Un hombre fuerte como yo, gran escultor de pan duro, no podría enamorarse de una mujer con un nombre de tan sólo tres letras. Qué aburrido, pensaba.
Su nombre era tan corto como la falda que llevaba el día que la conocí. No es una historia peculiar, la encontré en un bar como se conocen muchas parejas. Sí, entre alcohol y música. Entre humo y eructos. Entre gritos y besos. Ella también iba sola, los dos éramos de esos temerarios que viajan sin acompañante (más por resignación que por gusto, pero esta vez diré que es por gusto).
Típica reacción de un caballero andante, ver una damisela sola y acercarse, preguntar su nombre, su oficio, su edad y preguntar y preguntar y no dejar de hablar por temor a que nuestro encuentro se termine pronto. Ana era amable, me seguía el juego y también hacía preguntas, después de que ella contestaba se limitaba a decir “¿y tú?, eso era suficiente para mantener una conversación, para empezarnos a conocer. Nos gustamos. Nos enamoramos con la canción “Just like honey” de fondo. Los dos sabíamos que al final alguno terminaría siendo un juguete de plástico.
Ana era una periodista mexicana de vacaciones, no iba en busca de un artículo especial para el diario en el que trabajaba, simplemente había ahorrado y viajado porque desde que tenía veinte años le entró la tremenda curiosidad de conocer La Habana. Ella regresaba al día siguiente a su ciudad, Guanajuato. Una ciudad quebrada y con la arquitectura más desvergonzada que pueda existir. A mí todavía me quedaba otra semana más en la isla. Así que esa noche la aprovechamos lo más que se pudo para conocernos totalmente, o al menos conocernos lo más que se pueden conocer dos seres humanos.
Me enamoré como se enamoran todos: neciamente.
Tercer intento.
Con varios mojitos encima escribí sus datos en una servilleta y en cuando llegué a México le marqué, viajé a Guanajuato, nos volvimos a ver. Nos encontramos de día y sobrios. ¿Cómo logras escribir diariamente?, le pregunté. Me cuesta trabajo pensar en hacer que una columna periodística atraiga a los lectores de manera que estén atentos a ella todos los días. Ana, sólo asentía con la cabeza cuando le hacía preguntas sobre profesión. A ella no le gustaba. Ella quería ser poeta. Nunca escribió ningún poema. Decía eso porque amaba a un poeta cubano. Un escritor joven.
Lo amaba a él pero a mí me tenía cerca, me amaba más. Yo, un tipo que ya empezaba a usar lentes, persona sin rumbo fijo, más calvo y tres años más grande que ella. Ya no era el joven de veintidós, cuando me enamoré ya tenía veintiocho y no tenía ningún empleo fijo, era de esos inestables que querían pasar por personas sensibles que no encuentran su lugar en el mundo. Pero por dentro sabía muy bien lo que tenía que hacer, conocía mi deber: tratar de convencer a Ana para que se case conmigo, buscar un empleo bien remunerado, cortarme el cabello, sacarme las muelas del juicio, hacerle el amor y en una de esas tener un hijo.
Al final terminé cediendo, hice cada una de las cosas que enumeré anteriormente. Ana y yo vivimos juntos por mucho tiempo, nos quisimos de esa forma extraña, de esa forma en la que amas los lugares desconocidos. Fuimos buenos amigos, amantes, buenos conversadores. Ella me leía sus poemas favoritos antes de dormir. Yo preparaba el desayuno y me encargaba de peinar a Andrés, nuestro hijo, antes de que partiera a la escuela.
Ana y yo. Una pareja moderna que como todas, terminaría en el divorcio. Por muy incierto que parezca, Ana no soportaba mis ronquidos, llegó un momento en el que odiaba dormir a mi lado. Llegó el momento en el que odiaba cada uno de los sonidos que salían de mi boca. Llegó un momento en el que odió el día en que me conoció.
También yo pasé por ese momento. Al despertar, lo primero que evitaba era ver su cara. No soportaba verla embarrada de aguacate. Tampoco me gustaba su pijama. Ya no aguantaba ese poema de Nicolás Guillen que tanto le gustaba y que yo detestaba con todas mis fuerzas. Yo que decía que la poesía me mareaba y me confundía. Ella que la amaba y la confundía.
Lo sé, los motivos de nuestra separación fueron insignificantes si los comparamos con los de otras parejas. Todo tiene un fin, hasta el amor lo tiene. Y lo sabíamos.
Mi divorcio fue perfecto, mejor que mi matrimonio. Mi hijo lo entendió. Cuando me separé de su madre él tenía ya ocho años y era el mejor dibujante de su salón. Hizo un dibujo de Ana viviendo en una casa y otro mío viviendo en otra y él se dibujo en las dos casas. Sabía pues, que ahora tenía dos hogares.
A mis treinta y siete años, lo que poseía era una reciente separación y un severo aumento en mi miopía. Me resistí a ir con el oculista. Mejor regresé con mi madre, fue la época en la que me enseñó a hacer pasteles. Fui fan de la repostería, aprendí a hacer flan y pan de zanahoria. Cuando pasaba por Andrés a la escuela, le daba a probar el resultado de la nueva receta que había aprendido de su abuela. Casi nunca aprobaba los resultados hasta que le preparé un pastel y lo moldeé para que fuera una bicicleta estacionada en el tronco de un árbol. Y recordé la plastilina y mi premio y el dinero, también recordé cuando pensaba que moriría a los veintisiete, como Hendrix, Joplin, Cubain.
Llegando a los cuarenta y todavía vivo, no tenía claro lo que pasaría conmigo. Ya no me entusiasmaba hacer pasteles. Vivir con mi madre ya no era opción. Ella estaba cansada y había encontrado un nuevo amor con quien pasar el resto de sus días (veinte años menor que ella), afortunada, pensaba.
Cuarto intento.
Yo engordaba comiendo empanadas y pasaba mi tiempo libre en la ducha, recolectando los cabellos que perdía cada que me daba un baño. Rehaciendo mí cabello en forma de peluquín. Podría ponerme obeso pero me resistía a seguir perdiendo el poco pelo que me quedaba.
Después de algunos meses me enteré de que Ana tenía un amante. No puedo negar que me entristecí y no porque lo tuviera sino porque yo no tenía. Sentía esa cierta envidia que tienen los niños cuando ven que su amigo tiene el juguete deseado y ellos no.
Dejé mi trabajo de oficinista y continúe con lo que había abandonado años atrás. Seguí con las esculturas de pan. Hice una para mí, una mujer justo como yo la quería, con una guitarra en mano. Con varias migajas de pan construí a la mujer de mis sueños. Me la desayunaba cada mañana, lo mejor que pude hacer fue írmela comiendo en pedacitos, a mordidas y pellizcos. Todos los días me filmaba comiéndola, quería tener un registro de su deterioro, además de que quería saber qué aspecto tenía cuando ingería algún alimento. Me la acabé toda y accedí prestarle el video a un buen amigo curador de arte contemporáneo. Tuve muchas propuestas de presentar mi grabación en una galería. Lo pensé por mucho tiempo. No tenía mucho qué hacer así que acepté. Mi grabación fue expuesta en el museo más renombrado de la ciudad, mucha gente asistió y ese video fue respaldado por la justificación de un crítico de arte muy famoso, en donde escribía que “la degradación del cuerpo y la lenta destrucción del objeto de deseo” constituían dos fuertes componentes de mi obra capaces de demostrar que la actualidad estaba regida por un agudo individualismo narcisista y una fuerte frustración desembocada a causa del pesimismo que invadía a la sociedad del siglo XXI. (Yo no pensaba en nada de eso mientras me comía a mi mujer de pan).
Tuve éxito, la mayoría de las críticas eran positivas. Muchas decían que era toda una obra revelación. Lo mejor para representar la decadencia de la época. Mejor que la escritura yonqui y los videos de policías moviendo sus macanas. Yo era lo mejor del arte contemporáneo mexicano. Su mejor artista. La mejor propuesta grandiosamente involuntaria.
Viajé a Nueva York para presentar mi video en el Museo de Arte Moderno. Mi pieza tenía un nombre simple: “Ana, te comeré en pedacitos mientras duermes la siesta”.
De un día para otro era famoso y tuve la gira que siempre quise. Tuve las grupis que siempre quise, las drogas que siempre quise, me hice un tatuaje en el pecho. Era todo un rockstar del arte contemporáneo y lo mejor es que no necesitaba estar joven para serlo. Estaba viejo, arrugado (un poco menos de lo que estoy ahora), ya no tenía tres muelas, mi vientre se había expandido, mis piernas tenían más vellos de lo común. Mi nariz era ancha y asquerosamente grasosa y qué decir de las uñas de mis pies, repugnantes.
En alguna novela leí que “las mujeres jóvenes deben de estar acostumbradas a que los hombres viejos se pongan siempre a sus pies”, puede que esa afirmación sea real pero en mi caso era distinto. A ellas no les importaba que yo fuera veinte años más grande, que mi estado físico fuera muy poco favorable, que mi sonrisa llegara a espantar a las palomas. Mi éxito en el mundo del arte era suficiente para tener a una mujer nueva en cada lugar al que iba (esto en cursivas era lo que yo quería). No fue así.
Mi suerte con las mujeres no fue buena. Lo que leí en la novela es cierto yo estaba a sus pies, ellas no. Buscaba mujeres jóvenes y éstas se resistían, digo no todas, algunas, pero la mayoría sí. Leer todas esas historias de “Lolitas” había afectado mi percepción de la realidad. Llegué a pensar que sería el Bukowsky del arte visual. El pan que me llevó al estrellato también me sirvió de consuelo, cada rechazo que tenía con alguna hermosa mujer joven lo compensaba comiéndomelas en forma de pan y a eso me dedicaba a mandar grabaciones mías, masticando el rechazo, probando su sabor amargo en cada bocado. Y así de fácil me convertí en un artista consolidado.



Quinto intento.
Andrés era ya un adolescente y al igual que yo en épocas pasadas, tenía una banda de rock, amaba la música. Mandó arreglar aquel bajo sucio que me había obsequiado mi padre. Lo veía practicar y me emocionaba. No quería que Andrés se acomplejara y obsesionara con las figuras de pan como lo hice yo. Por eso, nunca llevé pan a la casa y no dejaba que me viera mientras hacia las esculturas. Andrés podía hacer lo que quisiera menos eso, verme. Él aprendió a hacerse cargo de sus propios intereses, caminó sin la necesidad de darle antes un empujón. Mi hijo nunca heredó la calvicie de su padre y de su abuelo, eso me hacía sentir bien, sin ninguna culpabilidad. Con Andrés todo iba perfecto excepto que le gustara The Killers, banda a la que yo detestaba y que contrario a mí gozara de conquistar mujeres grandes, casi de mi edad. Cada que me presentaba a alguna de sus “novias” terminábamos platicando ella y yo en la sala de gustos generacionales: recordábamos los dulces, juguetes, los programas de televisión y las costumbres de antaño. Después se acercaba mi hijo y la besaba yo me retiraba del lugar lleno de náuseas. Cómo podía gustarle besar esos labios arrugados y jugar con ese cabello canoso.
Mientras Andrés se encargaba de sus asuntos, yo seguía engordando y con menos cabello pero continuaba siendo una eminencia en el arte. Los estudiantes me invitaban a dar charlas en Universidades, viajé casi por toda Europa y parte de Asia, también fui a Sudamérica y recorrí sitios inimaginables en donde mi obra había sido todo un éxito. Pensé en dejarme crecer el bigote ya que en mi infancia yo imaginaba a las personas importantes siempre portando un elegante bigote, no importa si fueran hombres y mujeres, todos por igual llevaban algo de pelo bajo la nariz. Pero no lo hice porque avisaron que mi madre había muerto y ella odiaba aquella protuberancia arriba de los labios, no lo hice en homenaje a ella, quería conservar su recuerdo intacto.
El día de su funeral volví a ver a Ana, tenía más arrugas y un color pálido pero seguía siendo igual de hermosa. Me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Sus ojos estaban llorosos, su pelo estaba enredado y la falda larga que llevaba se movía con el viento. Andrés tocó con su banda el día del entierro de su abuela, me dio mucha pena que tocara Tears in heaven, me sonrojé, su selección musical lógicamente no comulgaba con los gustos de mamá. Tal motivo me inclinó a escribir una lista con las canciones que deseaba que tocara en mi funeral, más vale ser preventivo.
La última escultura de pan que hice fue una caja de muerto justo a mi medida, a ésta procuré no comérmela y guardarla, sin embargo, dado a mi éxito no pude esconder la caja. Descubrieron mi nueva producción y todos estaban convencidos de que era la culminación de mi obra artística, tenían en claro que yo era un “genio”. Fabricar con pan el recipiente que me contendría a la hora de mi muerte era toda una revelación. Mi féretro dio una gira mundial por los recintos que albergaban el arte más sobresaliente e importante del momento.
Dejé que mi ataúd se alejara, dejé que Andrés se alejara cuando se fue a Japón por una temporada indefinida, dejé que Ana se alejara, aún más, cuando se fue con su esposo a Rusia. Dejé que mi vista se alejara, cada vez distinguía menos las letras y mis lecturas entonces, también se alejaron.
Solo, con los ojos cada vez más viejos, regresé a Cuba. Recorrí los mismos lugares de cuando joven. Los suspiros se hacían cada vez más presentes, los recueros se juntaban en mi cada vez más calva cabeza y yo con las manos temblorosas caminaba y encontraba varios paisajes nostálgicos. Lloré como cerdo o como los cerdos llorarían si tuvieran esa capacidad. Lloré tan agudo que mis gemidos bien se hubieran confundido con el grito del vocalista de una banda metalera en el auge del concierto.
Un huérfano refugiado en Cuba. Sigo comiendo mis figuritas de pan con estos lentes que tanto me molestan, recargados en mi nariz.
Lo único que deseo ahora es que no se me acabe la vista antes de ver el cuerpo congelado de Fidel. Un cuerpo empanizado si no es congelado. La única atracción que le queda a un viejo gordo, calvo y solitario como yo.

Uno no debe mostrar jamás la cólera o el odio sino con los actos.

“Dejar entrever cólera u odio en gestos o palabras es inútil, es peligroso, es necio, es ridículo, es vulgar. Uno no debe mostrar jamás la cólera o el odio sino con los actos.” — Arthur Schopenhauer

Era una tarde vacía y tranquila en la que Adela esperaba sentada en un parque al señor que vendía marihuana. Había tenido una semana de trabajo intenso, buscaba relajarse. Fumar mota y ver una película en su cuarto era una buena opción.
Adela vivía con sus padres, en un modesto departamento de la delegación Tlalpan. Por las mañanas asistía a la Universidad en donde estudiaba para ser escenógrafa y en las tardes trabajaba con un pequeño grupo de teatro que montaba una obra diferente cada mes.
Sus expectativas académicas y profesionales no eran altas, simplemente quería encontrar una posibilidad de sobrevivencia haciendo lo que le gustaba. Era fan del cine negro y pertenecía a asociaciones que protegían a los animales en peligro de extinción. Odiaba la poesía y escuchaba fervientemente música hecha con sintetizadores y objetos extraños.
No se involucraba nunca en la política pero de vez en cuando leía los periódicos, veía las noticias y escribía sobre ello. Esa tarde ella esperaba al señor que vendía marihuana. Una semana de trabajo intenso. Quería relajarse.
Adela, una chica de baja estatura, de piel morena, ojos grandes y pies planos.
Su padre, Arturo. Él fabricaba pieles sintéticas para hacer zapatos.
Su madre, Antonia. Ella era pintora.
Su hermano Mario. Él estudió leyes.
Su pequeña hermana. Ella disfrutaba el andar en bicicleta.
Esperaba al señor que le vendería marihuana. Esperaba sentada, leyendo un periódico de nota roja. El encabezado hablaba de un cubano que fue encontrado a la vuelta de su casa, muerto. Ella lo conocía, a él y a su esposa. El artículo del periódico describía la forma en que murió ese hombre. Su esposa, una mujer mexicana de 32 años se había casado con él, tenían apenas dos años de matrimonio. Se habían conocido en la isla, ella visitaba Cuba con fines recreativos y de entretenimiento. Una mujer en busca de hombre y con veintiséis dólares en la cartera. Siempre a la expectativa, siempre esperando una señal.
Pablo. Él era cuatro años menor que ella, trabajaba de taxista y asistía a una escuela nocturna donde estudiaba Cine. Se conocieron precisamente en el taxi. Fátima, respondió ella cuando Pablo le preguntó su nombre. La estancia que Fátima tenía prevista en Cuba era de dos meses y medio. En ese tiempo Pablo se convirtió en su chófer oficial. La llevaba a cualquier lugar que ella quisiera y la recogía de cualquier lugar en donde estuviera. Pasaron algunos días y él la invitó a salir al bar más concurrido del lugar. Ella aceptó. Pasaron la noche sin poder conversar, la música se escuchaba tan fuerte que apenas y pudieron conversar. Sólo se miraban y sonreían. Esa noche hicieron el amor en el departamento de Pablo.
Los dos meses se cumplieron y Fátima se casó con Pablo para poder viajar los dos de regreso a México. Él consiguió un trabajo en una casa productora y continúo sus estudios de cine. Ella seguía trabajando en el despacho de arquitectura, profesión que había adquirido.
Vivían juntos cerca de la casa de Adela, la reconocían, la saludaban y de vez en cuando se encontraban los tres en un bar cercano a la colonia.
Una noche Pablo llegó a casa después del trabajo. Llegó dispuesto a darle una noticia importante a Fátima. Ésta preparaba mojitos en la cocina. He pensado que llego el momento de separarme de ti, dijo. Ella tiró las bebidas al suelo y le pidió que repitiera lo que había dicho. Pablo lo dijo de nuevo.
Fátima lloraba. Él subió al cuarto a hacer su maleta. Fátima lloraba y pensaba que sólo había sido el medio para que Pablo pudiera salir de la isla. Pensaba que era una extranjera más, víctima de los hombres cubanos que buscan escapar. Pensaba en sus amigas que le habían advertido de la situación. Pensaba en que ella no sería una víctima pero él sí. Pensó en matarlo y lo hizo.
Sacó la pistola que Pablo guardaba cerca del escritorio en el que cada noche se sentaba a juntar ideas para guiones cinematográficos. Cogió el arma y corrió a la habitación, ni siquiera quiso detenerse a mirar el rostro de su esposo, le disparó mientras él estaba de espaldas. Le dio en la cabeza y explotó, la sangre salpicó la pared. Pablo cayó en la cama. Las sábanas repletas de sangre, su ropa tirada en el suelo. Sus párpados secos. El rostro de Fátima mojado.

Adela esperaba a que llegara el señor que le vendería marihuana. Miraba la foto después del encabezado. Pablo entre las sábanas llenas de sangre con su rostro oculto, el rostro oculto la fina expresión de la muerte. Pablo cayó de frente.
Adela sintió un escalofrío al terminar de leer el periódico. Ya estaba ansiosa, se imaginaba lo bien que le caerían unas cuantas fumadas de hierba mientras la película de cine negro entonara los balazos, música cotidiana para sus oídos.

Post para hermano.



Hay alguien mayor que admiras y quieres.
Lejano Oriente.
Hay un lejano oriente pero hay mentes conectadas.
Hay un cumpleaños el día de hoy.
Hay suerte al poder decir hermano.
Hay palabras que se escuchan a lo lejos pero que se escuchan: ¡Feliz cumpleaños!
Esas palabras hacen eco.
Hay personas que están en tu vida de por vida.

La gente está enferma de cordura y sensatez,

Foto: Tina Modotti.

La cordura y la sensatez destruyen la imaginación del ser humano y lo reducen a un plano objetual en el que permanece cotidianamente reproduciendo una vida miserable.
Manifiesto infrarealista.

Empezamos en la madrugada y sin música. Leemos y vemos y pensamos. No pensamos seriamente, nuestra vida aquí con un montón de personas durmiendo al rededor. Textos para principiantes sobre física cuántica y cosmología. Tratar de entender de la forma más simple que el universo nunca tuvo principio ni tendrá fin. El universo se queda mientras nos vamos muriendo. A veces tu árbol preferido sigue vivo y muere tu columnista favorito. Ves una fotografía y dejas de estar.
La gravedad tienen un hoyo en el que saltan las liebres, te arrugas gracias a la gravedad y hay matemáticos trabajando sin preocuparse de su peinado. Hay gente que flota en el espacio y que por eso son sorprendentes. Nadie flota en la tierra, qué tiene de sorprendente el espacio. Es como si le gritara a un poeta japonés a un poeta no traducido. En esta madrugada han pasado dos aviones y el ruido de los autos es más frecuente. Hasta las cabezas de los grillos nos pueden servir de armas.
Garbanzo me dijo de un texto y lo leí.
Prueben a dejarlo todo diariamente.