
Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas, lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas que al fin la tristeza en la muerte lenta de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, entonces parece cómo están de ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso, el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo.
(Chabela Vargas.)
Arandas, quién no extraña ese lugar... la infancia en un ¡relámpago!
Bombardeando con piedras los nopales de la abuelita de la primate. Jugando en la tierra roja sin importar que a tu ropa y zapatos no se les quite el color rojo por mucho tiempo.
Subiendo a los árboles, atrapando luciérnagas (no he vuelto a ver esos insectos como en 10 o 12 años y muero por verlos de nuevo, ya no hay)en la noche corriendo entre las piedras y el pasto rojo rojo.
Matando gusanos quemadores nos sentimos valientes (ya ni recuerdo la última vez que me sentí valiente).
Fogatas en la noche sin despegar los ojos del cielo, sólo en Arandas las estrellas se ven como se tienen que ver (los defeños se desmayarían al ver que sí existen los cielos repletos de estrellas parpadeantes).
La casa del mangarino, una casa aunténtica de piedras al lado de un árbol gigante (que por cierto ya no existe). El tío Chava con su historia del "matacagando" de seguro se escuchó por el rancho arandense alguna vez.
Las caminatas nocturnas cantando "chivita-chivita".
Caminar hasta donde se aparece la monja muerta visible.
Ver a esos jalicienses tan guapetones andar a caballo (ya casi no hay).
Ir a buscar barro y a la capilla donde cuentan las tías que tenían un tío que fue colgado de un dedo durante la guerra cristera (las tías siempre tienen historias macabras y densas).
Correr como loca y patear sin control jugando fútbol (más mala en eso no puedo ser).
En fin, el Arandas de hace trece años.
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