
La paradoja de la fraudulencia consistía en que cuanto más tiempo y esfuerzo invertías en resultar impresionante o atractivo a los demás, menos impresionante o atractivo te sentías por dentro: eras un fraude. Y cuanto más fraude te sentías, más te esforzabas en transmitir una imagen impresionante o agradable de ti mismo para que los demás no descubrieran a la persona vacía y fraudulenta que realmente eras. Por lógica, lo normal sería pensar que en cuanto una persona supuestamente inteligente de diecinueve años fuera consciente de esta paradoja, dejaría de ser un fraude y se conformaría con ser él mismo (fuera lo que fuese) porque se daría cuenta de que ser un fraude era una regresión infinita y viciosa que al final solo conducía a estar asustado, solitario, alienado, etcétera. Pero esta era la otra paradoja, de orden superior, que ni siquiera tenía forma o nombre: yo no lo hacía, no podía hacerlo.
El neón de siempre, Extinción, David Foster Wallace, traducción de Javier Calvo para Mondadori.
2 comentarios:
Tu me conociste a mis diecinueve.
Dime: yo era era yo?
Tú nunca has sido un fraude.
Publicar un comentario